lunes, 8 de octubre de 2012

HISTORIAS DE VILLA GESELL Por Héctor Javier Velazco



HISTORIAS DE VILLA GESELL 
 

En el boxeo, dicen, los campeones lo son para siempre y no solo desde que ganan el título hasta que lo pierden. Héctor Velazco, que hizo una gran carrera y hasta se dio el gusto de calzarse una faja mundial diez años atrás, reseña una interesante historia que ahora lo tiene librando la batalla más ambiciosa de toda su vida: lograr una ley que proteja a los boxeadores de los abusos de los promotores y el espectáculo. Confesiones en primera persona de un tipo que besó la lona y la gloria.

Edición: Juan Ignacio Provéndola
Nací el 20 de mayo de 1973 en Avellaneda pero mis viejos me anotaron en Villa Gesell porque vinimos dos años después gracias a que Don Carlos les dio un terreno cerca de la terminal para poblar la zona sur. Tuve una infancia de mucha pobreza, mi papá era alcohólico y mi vieja se rompía el lomo para mantenernos a todos nosotros, que éramos seis hermanos y salíamos a vender el pan que ella hacía en un hornito de barro que le construyó nuestro abuelo.
Me acerqué al boxeo porque ví “Rocky” y dije: ¡wow, quiero ser cómo el! Así que busqué un gimnasio y me encontré con Rodolfo Pereira, quién por primera vez me calzaba unos guantes rojos. Aunque estaban rotos, eran para mí los más hermosos, hasta que me rompieron un ojo. Volví al día siguiente para desquitarme y Rodolfo empezó a tenerme cada vez más en cuenta.
Tuve muchos referentes. Locomotora Castro era un guerrero pegador, Monzón un noqueador nato, Nicolino Locche el maestro del esquive y Sergio Víctor Palma un gran intelectual, aunque el más completo que vi en mi vida fue Ubi Sacco. El apodo de “Artillero” me lo puso el Bocha Rivas tras una sangrienta pelea que le gané en Gesell a un invicto marplatense en 1991, un año después de debutar como amateur.
Con Pereira estuve nueve años, viajamos por todos lados y aprendí muchísimo, pero debí irme para hacer otro camino. Lamento no haber podido terminar mi campaña con él, pero yo tenía que crecer y para eso era necesario que me fuera. Sino, me quedaba en el fondo.
Empecé a ir a Mar del Plata, donde aprendí nuevas técnicas y gané varias peleas con Mario Gribcic, un óptico de Pinamar de que después de ayudarme y ver todo el sacrificio que hice para tener una vida mejor me terminó estafando y traicionando.
Comencé a hacer varias peleas importantes, varias televisadas por TyC Sports. En una de ellas, hice un click. Fue en abril de 2001, cuando le gané al brasilero Rogelio Cacciatore el título Continental de las Américas de la OMB en el viejo depósito del Expreso Castellanos, que esa noche se llamó “el galpón del diablo”. Fue por nocaut en el séptimo y a partir de ese momento creí muy firmemente que estaba en reales condiciones de aspirar a algo importante. Así fue como en mayo 2003 tuve la oportunidad que todos los boxeadores soñamos desde que nos calzamos los guantes por primera vez. Encima era mi debut en el Luna Park, así que no lo podía creer. Le gané a Andras Galfi, un húngaro al que le dí tanto que terminó el séptimo round y jamás volvió al ring. Era campeón del mundo.
Tenía un título de la OMB en Medianos, una de las categorías más rentables del boxeo. Pero la guita que gané fue una miseria, diez mil pesos. Sí, amigo, oíste bien: solo el uno por ciento de una pelea millonaria. Con esos pocos pesos contraté un par de albañiles para que me hicieran la casa con los ladrillos que me donó Cotel y las aberturas que me dio la Municipalidad. El techo lo conseguí por canje publicitario, los materiales me los dejó un corralón casi al costo… y así, fui haciendo mi casita.
Durante un tiempo sonó fuerte la chance de pelear con el gran Oscar de la Hoya, y yo estaba totalmente convencido de que podía ganarle por muchos motivos: yo tenía hambre de gloria, también hambre, a secas, y, lo más importante, que yo era un Mediano natural, mientras que él venía de categorías más bajas y tenía que exigir su peso para llegar a la balanza, por eso duró poco en la categoría. Una vez él dijo una gran frase que jamás voy a olvidar: “no es mejor el que más se entrena, sino el que lo hace con inteligencia”.
Pero todo cambió para mí aquella noche en Alemania donde hice la única defensa de mi título mundial. Yo me preparé durante tres meses para enfrentar a un rival zurdo y cinco días antes de la pelea me avisan que cambiaban de retador porque aquel estaba lesionado. Sin posibilidades de negarme, me preparé para lo que ya sabía que iba a pasar. Así, perdí por puntos en fallo dividido ante Félix Sturm, que peleó de local y que luego hizo una gran carrera en la categoría ganando también el título de la AMB. Ahí me dieron 40 mil dólares y fue lo que más me pagaron por una pelea en toda mi carrera. ¡Una vergüenza! Encima, me dejaron tirado en Alemania, corriendo toda la semana previa con la misma ropa porque ni mi entrenador ni mi promotor me querían pagar los diez euros que los lavaderos cobraban por cada prenda, aunque a ellos les habían dado diez mil para gastos que yo nunca ví ya que tampoco comía porque vivía haciendo dieta para dar el peso. Fueron muy malas personas. Hablo de Mario Gripcic y de Osvaldo Rivero.
En 2008 estaba de sparring de Hernán “Pigu” Garay, que peleaba en el Luna Park por el título del mundo. Faltando tres días, Osvaldo Príncipi viene a hacerme nota y me pregunta cómo me preparaba para mi pelea. Yo lo miro sorprendido y le digo que estaba confundido. Tres horas después me llama Osvaldo Rivero y me dice: “¡boludo, cómo le vas a decir a Príncipi que no peleás! Venite a casa que te doy el video de tu rival”. Así fue como me enteré. Tuve solo tres días para prepararme, aunque mi verdadero miedo era el peso, ya que hasta ese momento venía descuidado porque solo tenía que ayudar a Pigu y no me preocupaba por mí. Tuve que bajar seis kilos para dar la categoría, así que durante esos tres días no tomé agua y solo comí tres manzanas. Llegué al pesaje con lo justo y cuando fui a comprarme una botella de agua me caí desplomado en la vereda del Luna Park.
Peleaba por un título Intercontinental ante en venezolano Gusmyr Perdomo y nunca me sentí tan débil en un ring. En el primer round me jugué con cada golpe, pero no embocaba ninguno y encima me comí todas las contras. Caí dos veces y llegué al rincón aturdido. En el segundo salí y tiré un derechazo a matar o morir, pero fallé nuevamente y aterricé en el piso. Cuando me levanto, me conecta un zurdazo y se acaba la pelea por nocáut. Estaba tan mareado que no tuve tiempo ni de pensar en la vergüenza que estaba pasando. Ahí me cansé de todos los abusos de Gribcic y Rivero, quienes estaban en complicidad para pagarme dos mangos y quedársela toda ellos, incluso el dinero que nos corresponde por explotación de la imagen cada vez que nuestros combates son televisados. Tipos como ellos son los que manejan el negocio y hacen que nos caguemos a piñas sin pagarnos obra social ni aportes, para que terminemos nuestras carreras tirados y sin jubilación.
Algunos me dicen: “¿por qué no reclamaste en su momento?” ¡Porque si reclamás mientras boxeás, no peleás! Y si hacés yo, que exigí una ley y una entidad que nos defendiera, te suspenden de por vida, tal como hizo la Federación Argentina de Box conmigo cuando fui a pelear a Ghana por el título de una asociación emergente. Ellos la llamaron “trucha”, pero yo lo hice para ganarme unos pesos, porque realmente los necesitaba. Entrené 20 días para esa pelea y solo me arrepiento de no haber estado un poquito más preparado, porque con más tiempo no me caben dudas de que la ganaba. Estuve dos años inactivo y cuando me llamaron acepté porque eran 7 mil dólares que me venían muy bien. Además, estaba bueno reaparecer por un título, más allá de que fuese trucho o no. Y la posibilidad de ir a África, un continente que jamás hubiese podido conocer de no haber sido por el boxeo. Enfrenté a Kamoko, un cantante que decía que dormía en un ataúd y que subió al ring en silla de ruedas. Un excéntrico.
Hace cuatro años que lucho para lograr una ley que reconozca nuestros derechos como trabajadores. Llegué a muchos boxeadores, nos reunimos en mil lugares diferentes y una vez nos juntamos más de cien para marchar hacia el Congreso. Fue el día que me reuní con el Diputado Héctor Recalde, a instancias de Eduardo Anguita. Solamente una ley nos puede salvar de los parásitos estos que solo sacan de donde jamás plantaron. Por empezar, fundamos la Asociación en Defensa de Boxeadores Argentinos que la preside el gran Sergio Víctor Palma. Sé que es difícil, pero nunca pierdo las esperanzas de torcer este negocio que tiene muchos años y mucho poder.
Gracias a esa movida, afiancé mi amistad con tipos como Locomotora Castro, el Pepe Balbi, Marcelo Domínguez, Látigo Coggi, Martillo Roldán o Mario Melo, que siempre me ayudó mucho, sobre todo cuando él vivía en Pinamar. Con Palma nos fuimos una noche de joda y reímos hasta llorar. Jamás imaginé estar con esos monstruos sentado a una mesa, cenando y compartiendo anécdotas y tantas otras cosas.
Mientras tanto, tengo un laburito en el Poli y me gano unos pesitos haciendo exhibiciones de box con otros campeones del mundo. Una vez abrí un gimnasio, enfrente de Cotel, pero lo cerré después de tres años de poner plata y no recaudar ni un centavo. Tal vez la única deuda que me quedó fue la de ganar el título argentino en mi peso tradicional, el de los Medianos. Peleé con Ramón Brítez, el campeón de esa categoría, y le gané. Pero él también tenía el título Latino OMB, y para disputar ambas coronas teníamos que poner mucha plata, así que preferimos hacerlo solo por éste último ya que me colocaba décimo en el ranking mundial de la OMB y me posicionaba para pelear por el título mundial, tal como terminó pasando un año después.
Mi pelea ahora está al otro lado del ring, tratando de ganarle al vacío legal que enriquece a los entrenadores y a los promotores a costa del cuero de los deportistas. El boxeo no es solo una actividad para que los tipos se muelan a palos. Es, como dicen algunos, el noble deporte de los puños. Hay mucha estrategia, la guarda, el esquive, la parada. Alguien me dijo que el boxeo se define en cuatro palabras: ataque, defensa, ciencia y eficacia. Es un arte, amigo, y eso se aprecia solo después de mirarlo, entenderlo, vivirlo y sufrirlo.

1 comentario:

  1. Yo lo conoci al Artillero en 2006. Yo estaba viviendo en Villa Gesell como misionero de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Dias, y Hector nos invito a su gimnasio de boxeo. Siempore fue muy amable para con nosotros. Es buena gente. -Elder Travis Griffiths

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